17 de mayo de 2011

ESA MAÑANA

No era tan temprano. Ya la gente había invadido discreta pero inevitablemente las calles en aquel invierno gris. El olor a pan recién nacido sobrevolaba la vereda. Fabián salía de la casa vieja de techo alto y piso enmaderado. Su ruta era corta. Sus ojos se extrañaron al encontrarse con el día, había olvidado sus lentes pero el tiempo le decía que podía vivir sin ellos, al menos por hoy.


Levantó la cabeza que apuntaba al piso para no tropezar con el peldaño que daba a la pista, la cual iba a cruzar diagonalmente hasta llegar al frente. Fue entonces que algo justo en frente de él llamó su atención. Mientras se acercaba, la escena le recordó a Bronco, fiel can que lo acompañó durante tantas noches de estudio insomne y el cual tenía por costumbre el tirarse sobre el piso boca arriba agitando ávidamente la cola. Aquella visión era idéntica a la que observaba en ese momento. Fabián sonrío efusivamente.

Aquel perro, sin nombre por supuesto, pertenecía a la calle desde que estuvo en el vientre. Pasada ya la etapa de cachorro, su madurez era inminente, tanto como su habilidad en el arte de birlar artículos inútiles para calmar su hambre. Era un perro huesudo, percudido, de poco pelo, pero de ojos vivos y ladrido insoportable. 

Esa mañana el perro vagabundo yacía en el piso agonizando cuando Fabián se acercó mucho más de lo que hubiese querido. Fabián no volvió a sonreír en toda la mañana.

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